– Amor, ¿te “tinca” que cambiemos el juego de terraza? La madera de la mesa ya se ha estropeado, y la de las sillas también.
–Sí. Debiéramos ver otra.
– Claro. Pero está comenzando el invierno, dejémoslo para la primavera.
Este fue un diálogo, con mi marido, un domingo posterior a una noche de visitas. Minutos después, él abre su casilla de correo electrónico y se encuentra con un correo promocional titulado “¿Te gustaría renovar tu terraza? ¡Revisa nuestras ofertas, no esperes para tener la tuya!”.
¿Perdón? ¿Quién le comunicó a esta tienda que queríamos una terraza nueva?
Nosotros mismos, con nuestro diálogo.
Esto trae a mi memoria el concepto del panoptismo – que conocí mientras estudiaba Sociología - y, sobre todo, del ver sin ser visto. Según el análisis de Michel Foucault, el Panóptico de Bentham es el dispositivo que a principios del siglo diecinueve – cuando el romanticismo comienza a desmoronarse y el mundo se objetiviza - permite vigilar, controlar y castigar todos y cada uno de los movimientos de los individuos encarcelados[1]. “El Panóptico es una máquina de disociar la pareja ver-ser visto: en el anillo periférico, se es totalmente visto, sin ver jamás; en la torre central, se ve todo, sin ser jamás visto.”[2]
En el momento en que estudié la recién mencionada teoría – ya casi veinte años atrás – la idea me pareció maquiavélica. El solo hecho de que nuestras acciones cotidianas fueran permanentes observados, me parecía invasivo, violador, un atentado a la identidad personal y al respeto de la privacidad.
Durante el siglo veinte, ya más cerca del veintiuno, este fenómeno comienza a replicarse ya no solo en cárceles sino en diversos espacios públicos como centros comerciales, condominios residenciales, entre otros. La idea se normaliza, entregándonos incluso una sensación positiva, de seguridad: si bien somos vigilados y registrados sin cesar en todas nuestras maniobras, también quedan guardadas las huellas de los “malos”, los que pueden atacarnos o asaltarnos, sin poder escapar impunes. Aún me sorprende que a mis hijos, menores de diez años, este fenómeno les resulta natural e incluso, disfrutan saludando a las cámaras, sabiendo que del otro lado hay alguien que está mirando sus gestos o que, en un futuro próximo, alguien que revise la grabación vea su saludo. Lo que ellos ignoran es que esto también permitirá estudiar sus rostros, sus iris, entre otros rasgos personales.
En este vaivén de ideas, rememoro la película estadounidense The Truman Show del año 1998, donde Jim Carrey protagoniza la vida de un hombre, la cual es un espectáculo transmitido al mundo entero mediante cámaras ocultas, y que solo él desconoce este hecho. Todos los habitantes del planeta lo miraban, pero él no sabía que era visto.
Pienso también en el libro 1984 de George Orwell, escrito en plena década de gobiernos totalitarios que buscan controlar a los individuos y eliminar todo pensamiento diferente. “Era uno de esos cuadros diseñados de tal manera que los ojos te siguen dondequiera que estés”, menciona en una descripción al comienzo del libro[3].
Hoy, con el fenómeno del Internet, que día a día crece y se perfecciona más en su técnica, me surge la sensación no solo de que nos mira, de manera constante, sin que lo veamos, sino que además nos conoce, sabe lo que buscamos, lo que pensamos y sentimos, lo que hablamos, lo que deseamos, soñamos y anhelamos, ¡incluso antes de haberlo querido! Utiliza fórmulas para predecirnos.
Confieso que, al principio, realmente creí que se trataba de una sincronía sin intención. “¡Mira! ¡Justo me apareció la oferta de un juego de terraza!”. Hubo cierta desilusión en mí al aprender que no se trataba de algo fortuito. Por cierto, cuando mi marido me propuso la idea de hacer alusión a la película mencionada más arriba, “casualmente” esa noche aparecía sugerida en nuestro perfil de una de las plataformas digitales de series y películas.
Pregunto entonces: ¿a quién no le ha pasado realizar una búsqueda en medios digitales, para que posteriormente aparezcan, en nuestras redes sociales, publicidad y sugerencias relativas a aquello que buscamos?
Dados los algoritmos de la virtualidad, lo anterior me parece casi natural y lógico. Lo que no logro incorporar es que, sin haber realizado una búsqueda en internet, éste sugiera algo de nuestro interés. Peor aún, pareciera que de solo hablar algo el dispositivo nos oye y nos devuelve una respuesta – a una “no pregunta” – en base a esas palabras que mencionamos. Me parece que incluso a menudo solo pienso en algo, que posteriormente me aparece en algún medio digital. ¿Parte de la predicción? Por cierto, mi crítica no apunta al hecho de obtener respuestas, sino a la vía mediante la cual las recibimos, la cual infringe los límites de la privacidad, la intimidad, y de lo que antes reservábamos para espacios de confianza. Es por ello que este tipo de fenómenos me parece mucho más acometedor que el panoptismo descrito por Foucault.
Sé que no soy la primera, y menos la última, en hablar de este tema, en reparar en esta realidad. Diversos penadores ya lo han hecho en extensos y minuciosos ensayos. “Somos objetos de una visión panóptica” dice Byung-Chul Han[4] en el contexto de la creciente y abrumante digitalización e informatización. “Los infómatas, que nos ahorran mucho trabajo, resultan ser eficientes informantes que nos vigilan y controlan”[5]. Sin embargo, el fenómeno no deja de impactarme cada vez que me siento vigilada y controlada, vista sin yo poder ver.
En la “antigüedad”, es decir, la época pre-internet, a esto le hubiéramos llamado coincidencia, casualidad, o bien – y prefiero pensarlo de esta manera – una conjunción mágica en que el universo (u otra divinidad) pone en nuestro camino lo que necesitamos en aquel momento. Pareciera que, con la “magia” de internet, estas confluencias murieron, fueron cercenadas por el moderno algoritmo manejado por un ser humano igual de mortal que nosotros mismos pero que, en palabras del autor coreano, “esos algoritmos son cajas negras en las cuales el mundo se pierde y el ser humano no tiene acceso”. Antaño, no me era extraño tener algún tema rondando en la mente y que, al salir a la calle y detenerme a mirar el quiosco, hubiera una revista – u otro medio impreso - con la respuesta a mi dilema. ¿Recuerdas alguno? Ese antiguo algoritmo sí que era mágico.
Y me detengo a verificar lo que entendemos por magia: “arte de realizar cosas maravillosas en contra de las leyes naturales por medio de ciertos actos o con la intervención de espíritus” y “encanto o atractivo particular de alguna cosa, que parece fuera de la realidad o hace olvidarse de ella”[6]… ¿Como lo hace internet? ¿o como lo hace la coincidencia casual?
Un día comento este tema en un almuerzo, diciendo que “me parece terrible”. “¿Por qué?”, responde uno de los comensales, “encuentro súper bueno que en internet me aparezcan cosas que son de mi interés”. Y sí, si esto fuese sin control alguno, y se debiera solo a la casualidad, estaría de acuerdo con esta persona. Lo que me parece aterrador es saber que nada de esto es aleatorio, y tras de ello hay total control de nuestros pensamientos, intereses, gustos, intenciones. Y no solo los que están siendo ahora y de los que fueron, sino también de los que vendrán. Saber que nuestro ser está vigilado y controlado, sin haber dejado rastros para ello, me resulta aberrante.
Foulcaut sostuvo que el panóptico sería una herramienta de control para mirar a los prisioneros en la cárcel y a los contagiados por la peste, sin que los observadores fueran visto. Hoy, en la tercera década del siglo veintiuno, me pregunto si son más observados los seres encarcelados y apestados de entonces… o los individuos “modernos y civilizados” que habitamos hoy el mundo. El espacio del panóptico actual ha ido evolucionando, o al menos modificándose, con el correr del tiempo y el desarrollo de la sociedad. Así, hoy ya no es una prisión sino nuestra casa, nuestro trabajo, nuestro barrio, los lugares a los que acudimos, las conversaciones que sostenemos, los viajes y sueños que delineamos, los objetos que deseamos, y un largo etc. Con ello, la percepción de encarcelamiento y de privación de libre albedrío es mayor que a la de la celda que describió Foulcault.
Cada vez que sostengo una conversación, compro algo de manera física o virtual, o acudo a algún lugar, y luego aparecen en “mi” internet temas relativos a ellos, siento nostalgia de la coincidencia. De cuando los sucesos acontecían por sí mismos.
No obstante, y pese a toda esta perturbación de extremo y creciente control y de que “no estamos solos” – de que somos marionetas de otros que nos usan para vendernos productos y servicios, y si no nos ofrecen nada es que el producto somos nosotros – pienso que, al final, los sucesos realmente importantes y trascendentes no las maneja el algoritmo digital, sino un algoritmo mayor, con algo de ritmo:
–Conocer a una persona a quien debemos enseñar algo y de quien algo debemos aprender
–Oportunidades que se presentan en el momento y el lugar adecuados, más allá de nuestras gestiones
–Dos personas que van por el mismo camino y se encuentran, sin haberlo acordarlo
–Un abrazo apretado lleno de corazón que nunca podrá ser reemplazado por un sticker
–La pasión que ponemos en nuestros actos
–Las hojas de un árbol que caen sobre una flor y que el color del mar combine con el del cielo cuando contrasta con el del amanecer
Y es que, si algún día el “sistema” se cayera de manera mortal, nos seguirían quedando las expresiones, el atardecer, y sus aromas, imposibles de ser contenidas en la nube virtual.
Entonces, mejor disfrutemos las bondades de este nuevo panóptico. Y también de sus limitaciones, de todo eso que no puede reducirse a un acto digital, y que sigue siendo propio de la Inteligencia Humana (Natural) en desmedro de la Artificial. ¿Resulta entonces necesario robustecer estos límites para resguardar los valores propios e intransferibles del ser humano, tales como la privacidad, la intimidad, la confianza y la ética? ¿O los límites se desdibujan y debemos aceptar que se tornan menos personales? Al final, quién controla a quién: ¿las personas al internet, o viceversa?
[1] El concepto también es aplicado en el contexto de la peste negra, permitiendo identificar e inspeccionar, de manera constante, el posible contagio de cada habitante y evitar así la propagación de esta pandemia.
[2] Bentham en M. Foucualt. Vigilar y castigar, nacimiento de la prisión. Página 234. 1975. Francia.
[3] George Orwell. 1984. 1984. Mar del Plata.
[4] Byung-chul Han. No-cosas, quebras del mundo de hoy. Página 17. 2021. Berlín.
[5] Ídem.
[6] María Molliner. Diccionario de uso del español. 2016. España.
El Diario de Karin
Escritos de Karin Froimovich, un Trayecto, un Camino