Hace algunos meses en un viaje al sur, nos detuvimos en una bencinera, y en los estacionamientos había un Datsun, del mismo color, por dentro y por fuera, que el de mi papá. Pese a que no era la misma patente y de su desenlace fragmentado el año 96, hubiera jurado que era el de él. Junto a él había dos jóvenes que parecían intentar solucionarle una falla mecánica… igual a como lo hacía mi papá.
A fines del año 1980, mi papá compró un auto para la familia que estaban empezando a construir: un Datsun Laurel. Se trataba de un típico vehículo ochentero: carrocería ancha y cuadrada, de color dorado y cuya silueta se dibuja recta; asientos de cuerina beige similar al color externo, y que con suerte contaban con cinturón de seguridad en los asientos delanteros; manillas manuales para subir y bajar las ventanillas, y solo un espejo lateral al lado izquierdo. Sin dirección hidráulica, lo que me recuerda a mi mamá haciendo mucha fuerza al girar el volante.
Ese fue el auto familiar hasta cerca de mis 17 años. Con él íbamos de vacaciones a la costa, a las comidas familiares de fines de semana, para ir y volver del colegio; mi hermano aprendió a manejar en él. Lo más “mágico” del auto, es que llegó a funcionar sin la llave puesta, ¡y eso que aún no llegaba Harry Potter!
Con mi hermano solíamos quejarnos de que tenía “ambiente”, lo que significaba que cargaba un olor extraño y desagradable, que mi papá constantemente intentaba resolver comprando aromatizadores, sin mucho éxito.
El auto fue robado cuatro veces, además de las aperturas forzadas de sus puertas y portamaletas. El primer robo, año 1989, implicó un largo tour familiar un día sábado por la ciudad de Santiago, en busca del auto. No lo encontramos, pero unos días después apareció y en buen estado.
La última vez que fue hurtado, el año 1996, tuvo menos suerte, ya que se vislumbró desmantelado por completo en su interior, solo subsistió su carrocería. Este episodio significó su final, al menos para nuestra familia. Sus restos fueron vendidos, a un precio cercano a cero.
A pesar del fatídico final que implicó para las partes que lo componían, siempre que deambulo las calles, tanto de la capital como de otras ciudades, quizás incluso de otros países, pienso que me voy a topar con el Datsun. Con ese trozo de historia y de infancia.
Aunque tuviera ese mal “ambiente”, la energía psicológica que impregnábamos al Datsun era entretenida, festiva, alegre, y lleno de sueños y destinos que alcanzar. Eso es lo que la memoria familiar colectiva seleccionó, pese a que no todos los momentos hayan sido felices en él.
Al igual que en la serie “This is us” – Así somos – donde el padre de los trillizos, al comprar un auto cuando sus hijos tenían alrededor de diez años, lo elige porque, al verlos jugando dentro de él, le parece que será un vehículo que acompañará a su familia en sus aventuras, entregándoles alegría y seguridad en su andar.
¿Esto te está sonando a comercial de un automóvil? No lo es, pero a eso apelan la publicidad al intentar vendernos productos y servicios: tocar la fibra de la experiencia emocional. Y es que los objetos suelen guardar historias, o solemos atribuirles vida ya que, de algún modo, (creemos que) nuestras vivencias no serían lo mismo sin ellos: sin aquel auto, sin esa casa en la que nacimos, sin el peluche regalón, o la polera deshilachada preferida. “Si esa casa hablara…”, solemos decir. Así como también se gestan historias en los buses urbanos, en el metro, los taxis, y en otros transportes como la bicicleta o la moto. Dicen que el tiempo guarda en las bastillas las cosas que el hombre olvidó, lo que nadie escribió, aquello que la historia nunca presintió, dice la canción de Fernando Ubiergo.
Hace algunos meses, en un viaje al sur con mi marido y mis niños, nos detuvimos en una bencinera, y en los estacionamientos había un Datsun, del mismo color, por dentro y por fuera. Pese a que no era la misma patente – inolvidable a pesar de ser una combinación de 2 letras y 4 números y no 4 letras y 2 números como hoy – y de su desenlace fragmentado el año 96, hubiera jurado que era el de mi papá. Junto a él había dos jóvenes que parecían intentar solucionarle una falla mecánica… igual a como lo hacía mi papá.
Quise hablarles, y decirles que ellos, sin saberlo, llevaban una parte de mi historia, casi cuatro décadas después, y que esperaba que sus momentos vividos fuesen tan intensos como los fueron los míos y de mi familia.
–Acuérdate que el año 96, el papá le entregó el auto al conserje del edificio, hecho añicos. No creo que ese auto aún exista – dijo mi hermano cuando le conté que vi “el” Datsun y le mostré la foto.
Hice bien en no hablarles, pensé entonces, porque seguramente no era el verdadero Datsun, y se hubiera roto mi ilusión.
–Bueno, pero déjame creer que es el mismo – respondí.
Cada vez que viajo en auto con mi familia actual, me pregunto si en dos, tres décadas más, recordaremos el vehículo con el que hoy contamos, que nos lleva a viajes largos y no tanto, cargados de maletas y de ilusiones. No tengo la certeza que así sea, porque las cosas suelen tomar valor con el pasar del tiempo, o más bien las personas les atribuimos un nuevo y mayor significado.
Sé que recordaremos las conversaciones, cómo íbamos arreglando y desarreglando el mundo, el futuro, y también el pasado si pudiéramos retroceder el tiempo; las inagotables preguntas curiosas de mi hijo mayor y el mundo paralelo y feliz de mi hijo menor; tal vez la música que ambientaba estas instancias. Como cuando escuchamos canciones de nuestra adolescencia, que en aquel momento odiábamos – como odia todo adolescente – pero que hoy se asoma a nuestros oídos, ¡y nos encanta! Solo porque nos retrotrae a ese cómico momento.
¿Y el auto? Es solo un ícono, un símbolo, un amuleto, una representación física de un ambiente anímico, un recuerdo que se vuelve palpable a través de una imagen, de un objeto, de una cosa. Una estrategia para la memoria que se hace camino en el presente tomada de la mano del pasado, de un pasado, de nuestro pasado, que ya no es. ¿Por qué esa necesidad de cosificar los recuerdos? como si estos se borraran al no guardarse entre solapas y bolsillos ni bastillas.
Cuando ese día en la gasolinera vi el Datsun, vino a mi mente la teoría del objeto transicional de Donald Winicott, que explica que los niños requieren colocar el apego en juguetes para sentir seguridad, como mis hijos con su peluche de dinosaurio, o sus mantitas cuando eran más pequeños, los cuales van cambiando a medida que estos pequeños seres crecen. ¿Será que como adultos operamos en el mismo sentido, apegándonos, inconscientemente, a objetos que nos regresan al sentimiento original de un lugar, de un tiempo, una época, unas vacaciones, o cualquier experiencia para la cual guardamos un objeto de recuerdo, como si la olvidáramos si esa cosa no estuviera en nuestras manos? En otras palabras, ¿a dónde y a qué me devuelve el Datsun (o cualquier otra imagen de antaño)? ¿O será que queremos tocar los recuerdos?
Como sea, el ambiente emocional nunca podrá ser reemplazado por ninguna cosa, ni casa, ni auto. Estos acompañan nuestros momentos, mas no son la esencia de la experiencia. Por eso, centremos nuestra atención y energía en lo que realmente queremos recordar: ¿el auto, o el viaje que este nos permitió? ¿O el paseo familiar por la ciudad en busca de él la primera vez que fue hurtado? Enfoquémonos entonces en la vivencia, que los objetos y espacios reflejarán, como el espejo lateral del auto, lo que esta fue y va quedando atrás, difuminándose a medida que conducimos en el camino hacia adelante.
Jeniffer Carrillo
22.09.2022 22:46
Hermoso
Ruby Riquelme Agurto
03.07.2022 23:15
Felicidades Karin, escribir acerca de los recuerdos, alimenta el alma y demuestra que amas la vida... Gracias
Vivíana
01.07.2022 21:42
Qué lindo viaje al recuerdo nos regalaste!!! Gxas Karin !!!
Comentarios recientes
23.09 | 01:53
Nada más "calentito" y acogedor que la lana 😍
Entonces se cumplió el objetivo del texto. Gracias Jeni!
23.09 | 01:38
23.09 | 01:01
Refugios... inspiradores, conectados con lo simple de la vida... Felicitaciones a la mejor!
Precioso escrito que me lleva a recordar mis refugios que tanto protejo. ¡Gracias!
22.09 | 23:36
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El Diario de Karin
Escritos de Karin Froimovich, un Trayecto, un Camino