Al final del día, en un barrio que parece ser un pueblo chico, cuán placentero resultar estar en casa, sentirnos en casa, y "de la casa". Sentir que no estamos ni tan solos ni desolados, ni tan vulnerables, mientras caminamos las calles intentando hacerlas nuestras, sentirlas propias. No sentir la paradoja de las grandes ciudades: a medida que aumenta el número de habitantes, pareciera también crecer la soledad. Inhalar y experimentar que las urbes se expanden no solo a grandes inmuebles, sino también a construir espacios tradicionales de colectividad, solidaridad, y contención.
Una tarde en que me encontraba en casa teletrabajando, de pronto tocan la puerta. Era el vecino de una de las casas colindantes, pidiendo ayuda para entrar a su casa ya que había olvidado las llaves dentro de ella. “Con tu marido ya tenemos toda la técnica para saltar la pandereta de un lado al otro” me dice. Lo conozco desde cuando nos mudamos acá. Así que lo hice pasar, sin dudar. Efectivamente, noté que sabía que poniendo una silla y subiéndose sobre ella, podía atravesar fácilmente la muralla divisoria y caer en su patio sin problemas.
En otra ocasión, un día en que anduve con aretes durante el día, al caer la noche reparé en que me faltaba uno de ellos, y no lo encontraba dentro de casa. Comencé a recorrer, mentalmente, los lugares externos en los que estuve esa tarde. Uno de ellos fue la plaza del condominio en el que vivo. El otro fue uno de los almacenes cercanos que más visito, y que cuento con el número de WhatsApp. El jardinero del condominio me comentó no haberlo visto, mientras que del almacén responden con una foto de mi aro colgado en un mural, al costado de la caja. “Aquí se lo guardamos, vecina, para que venga a buscarlo”.
Vivo en el sector norte de Santiago, la capital de Chile, el país que se encuentra tout au bout de l’Amérique du Sud diríamos, con exactitud, en francés [1]. Pese a tratarse de una ciudad aún en vías de desarrollo, cuenta con características de metrópoli: distancias extensas, flamantes autopistas, edificios altos y modernos – por cierto, aquí se encuentra el inmueble más alto de esta zona del continente, el que se visualiza desde cualquier punto de Santiago. (Me recuerda a los orígenes de la Torre Eiffel, la cual era posible ver desde todo París, malgré [2] los parisinos quienes, en ese entonces, no la apreciaban como lo es hoy, momento en el cual nunca pensaron que se convertiría en un ícono turístico) -. Pero, sobre todo, es una urbe impersonal “siempre a punto de estallar”, en palabras del cantautor argentino Fito Páez. Como todo capitalino, solemos ser parcos, fríos, comportarnos a la defensiva de quien tenemos a nuestro lado, cerrados a establecer vínculos, introvertidos, reticentes, hostiles. Las defensas están muy bajas – física, emocional, y mentalmente - y por eso tendemos a protegernos, en exceso, con gruesas corazas.
Sin embargo, esta zona originalmente rural en que habito, aún mantiene características propias de esta condición:
–Aún podemos confiar en el vecino, pedirle que “nos eche una miradita a la casa” cuando salimos de vacaciones, nos riegue las plantas, o le abramos la puerta para saltar a su casa.
–También podemos pedirle un huevo, un remedio, una herramienta, un disfraz, o cualquier otro artículo, sin temor a ser juzgados ni tildados de “desubicados” o cualquier otro adjetivo despreciativo y aplicado a quien no tenemos un vínculo cercano ni de confianza.
–Si se pierde una mascota, todos saben su nombre y quién es el dueño, y se le ayuda a su encuentro.
–Aún en los locales del barrio nos llaman “vecino/a”.
–También nos decimos vecino/a entre los distintos habitantes del condominio.
–Aún se aprecian terrenos baldíos y carretas de caballos circulando por las calles ya asfaltadas.
–Los compañeros de colegio de los niños/as y adolescentes también son vecinos/as. Por cierto, el colegio es parte del barrio y la mayoría habitamos en sus alrededores.
Diferentes personas que habitan en la zona oriente de esta capital, me han preguntado si me acomoda vivir “tan lejos”. Yo respondo preguntando “¿lejos de qué’”, si aquí tenemos todo cerca: el colegio, bares, cafeterías, pastelerías, ferias, supermercados, almacenes, peluquerías, librerías, gimnasios y otras actividades deportivas como pole dance, taekwondo, incluso un local de artículos chinos. Por cierto, si el producto o servicio no lo encuentro en el sector, para mí ¡no existe! Aún más, los mismos vecinos ofrecen varios de ellos: arreglo de ropa, pintura de uñas… sabiendo que hay posibles clientes que, a su vez, desean apoyar las iniciativas del otro. Además, y sobre todo, tenemos cerca a los habitantes con quienes compartimos una muralla, una plaza, una vereda, un estacionamiento… Tenemos próximas a las personas, no solo en términos físicos sino vinculares, emocionales. Estamos contiguos a eso que nos estrecha desde el corazón, desde la generosidad, desde la confianza, desde el cuidarnos los unos a los otros de manera genuina. Como lo hacían las tribus.
El refrán dice “pueblo chico, infierno grande”. Lo infernal refiere al chisme, to the gossip, au ragot, al juicio, y también, a algo de invasión en la vida privada. Por cierto, los lazos estrechos acarrean un poco de ello. No obstante, las redes de apoyo son mucho más grandes y “paradisiacas” de lo que puede llegar a ser el lado del copuchenteo. Por eso el dicho es trocable a “pueblo chico, redes de apoyo grandes”.
Somos una comunidad, donde nuestra vida y la de nuestros hijos transcurre de forma comunitaria. Todos nos conocemos, las distancias entre nosotros son cortas, tenemos áreas verdes y áreas comunes agradables y seguras que permiten encontrarse, de manera amena y atractiva. Dan ganas de compartir con quien habita el mismo barrio en espacios comunes como el bandejón de la avenida principal. Así, los desconocidos van dejando de serlo.
–Siento que llego a este barrio y me relajo, me bajan las revoluciones. Aquí tenemos paz, tranquilidad, y silencio. En la madrugada aún se escuchan las aves.
–Es un ambiente de barrio. Es lo más similar a lo que pudimos vivir nosotros – la generación que ronda los 40 años-. Así, nuestros niños/as pueden tener un pasar como fue el nuestro: menos peligro, cercano, acogedor, jugando en la calle. Como una familia.
–El barrio en el que vivo, me identifica, lo siento como algo mío y me gusta vivirlo y, por ende, cuidarlo. Le tengo amor a mi barrio.
–Es como una cápsula autocontenida. Los que habitamos aquí, estamos conscientes de que es una burbuja, pero no queremos salir de ella porque nos sentimos seguros del externo mundo hostil, y mantenemos seguros a los más pequeños.
–Es seguro dentro de lo que conocemos. Cuánto se valora esta sensación cuando la percepción de inseguridad, en Chile, en el año 2021, llegó a 87%, habiendo sido de 70% en 2012 [3].
Me agrada no necesitar identificación, incluso me jacto de ello. Llegar a diversos lugares del sector, y los dueños sepan quiénes somos. Identificarnos por nosotros mismos. Aún más, me ha ocurrido que, posterior a la segunda vez que acudo, ya conocen mis gustos. Por ejemplo, uno de los sitios de comida en que solemos ir con mi familia, una vez pensando en voz alta dije “¿qué puedo comer?” a lo cual la garzona me responde “la lasaña de verdura que a usted le gusta”. Otra vez en que pasaba por el mismo lugar, otro de los garzones me dice “tanto tiempo que no la veíamos, hemos visto a su marido y sus niños cuando la esperan de sus clases, pero no a usted”. Ciertamente, la comunidad sabe de nuestra vida un poco más de lo esperado pero, ¿es eso necesariamente “infernal”? Creo que el día en que me pregunten “¿lo de siempre?” ¡me iré de aquí con total tranquilidad!
Dentro de esta comunidad, se forman otras pequeñas comunidades: cada condominio, en los cursos de colegios, en las academias de talleres deportivos de adultos y de niños/as… cuyos miembros se entrecruzan. Un conserje puede ser, a la vez, abuelo o tío de un niño del condómino quien, a la vez, va en el mismo curso de otro vecino. Algo así como era el pueblo de Macondo de la clásica novela Cien años de soledad de Gabriel García-Márquez, en que todos los habitantes tenían más de un lazo familiar entre unos y otros.
Encontrarnos con distintos miembros de “la comunidad” en lugares públicos, ¡y no sorprendernos, saludarnos como que hubiéramos acordado encontrarnos! Es un fenómeno normal en un pueblo chico, que forma parte de la vida diaria.
Al final del día, en un barrio que parece ser un pueblo chico, cuán placentero resultar estar en casa, sentirnos en casa, y "de la casa". Sentir que no estamos ni tan solos, ni desolados, ni tan vulnerables, mientras caminamos las calles intentando hacerlas nuestras, sentirlas propias. No sentir la paradoja de las grandes ciudades: a medida que aumenta el número de habitantes, pareciera también crecer la soledad. Inhalar y experimentar que las urbes se expanden no solo a grandes inmuebles, sino también a construir espacios tradicionales de colectividad, solidaridad, y contención.
[1] Expresión equivalente a decir “lo más al sur de América del Sur”
[2] En francés, pese a.
[3] Encuesta Nacional de Seguridad Ciudadana (ENUSC) 2022. La percepción de inseguridad es entendida como el porcentaje de personas que percibe que la delincuencia aumentó durante los últimos 12 meses.
MAYO 2023
El Diario de Karin
Escritos de Karin Froimovich, un Trayecto, un Camino