¡Cuarentona! A mucha honra

Puede que el tiempo encanezca el cabello, rasgue la piel, y la grasa abdominal sea cada vez más dura de roer, pero no marchita “ese toque sensual y esa fuerza volcánica de nuestro mirar”. Sabiduría. Sagesse. Porque me miro al espejo y no veo una señora de cuarenta, ¡veo a una “cabra juiciosa”!

En el año 1994, a mis diez años de edad, fui a un concierto musical con mis papás y mi prima al entonces Estadio Chile – hoy Estadio Víctor Jara – y escuché por primera vez la canción “Señora de las cuatro décadas”. Lo recuerdo como si hubiera ocurrido hace solo algunos meses. Sé que el cantautor ha adquirido una mala fama que, desde mi perspectiva, tiñe el contenido de sus canciones, sobre todo de las primeras, las noventeras, las que marcaron mi niñez. Sin embargo, pese a estas opiniones negativas, esta canción – así como varias otras – siguen resonándome y, con el tiempo, les encuentro cada vez más sentido.


Por lo tanto, lector / lectora, te invito a dejar de lado ese sesgo que puede haber en ti respecto a quien la canta, y seguir leyendo.


Entonces, hace treinta años, teniendo una sola década de edad, escuché acerca de las señoras de cuarenta. Para comenzar, se trataba de personas totalmente lejanas a mí. Eran, efectivamente, señoras, entendiendo que, si bien el término “señora” se opone al de “señorita” para diferenciar a las mujeres casadas de las solteras, convengamos que en la vida cotidiana se asocia a la edad: una señora es una mujer mayor, y una señorita es una joven. Por tanto, eran mujeres viejas, y en mi cabeza ni siquiera había espacio para imaginarme a mí misma como una de ellas. Aun así, la canción me agradaba, y nunca dejó de sonar en mi mente.


Por cierto, mi papá – que en ese momento se encontraba en sus inminentes cuarentas - una vez me comentó sobre un “cabro" [1]:


- ¿De unos cuarenta? Le pregunté, avizorando su respuesta.

- Sí, más o menos, respondió.


Y mi pensamiento fue “cómo un cabro, un viejo de cuarenta querrá decir”. O en el mejor de los casos, un señor. Cabe destacar que esta palabra no suelen usarla los “cabros jóvenes”.


En mi época adolescente, esa comprensión se encontraba todavía lejos de mí. ¡Qué podía saber una señora cuadragenaria frente al mundo conquistado que cree tener una niña de quince!


A los veinte, la canción me parecía más bien un recuerdo de la música que me gustaba cuando era pequeña. Las mujeres con cuarenta años seguían siendo señoras, y ese momento aún me era ajeno.


A los treinta, la cuarentona se venía acercando, aunque a paso lento, y ya había dejado de ser señora. A los 34, aún me encontraba más cerca de los 30 que de los 40. Pero a los 36, ya había traspasado la barrera, ubicándome más cerca de los 40 que de los 30. Así fue que abruptamente “se me apareció” la mujer de las cuatro décadas. No frente a mí, sino integrándoseme, incorporándoseme.


Recuerdo cuando mi mamá tenía esta edad y sin duda me parecía una mujer mayor. Claro está que los cuarenta de hace treinta años no eran los cuarenta de hoy (lo mismo los cincuenta, sesenta y setenta). Hoy cuento cuarenta vueltas al sol, y estoy lejos de sentirme una señora vieja, muy por el contrario: me percibo como “la amalgama perfecta entre experiencia y juventud[2]. Ya comprendo a cabalidad por qué "más sabe el diablo por viejo que por diablo": porque la sabiduría se aloca en la experiencia y no en la astucia. Asimismo, tengo claro que "es mejor ser dueña de mi silencio que esclava de mis palabras". Y es que, a menor edad, hablamos más, sin medir las consecuencias de lo que decimos.


Puede que el tiempo encanezca el cabello, rasgue la piel, y la grasa abdominal sea cada vez más dura de roer, pero no marchita “ese toque sensual y esa fuerza volcánica de nuestro mirar[3]. Porque si bien la cara de niñita que tuve hasta hace algunos años ya es parte de un recuerdo, prefiero mi rostro de mujer “grande” y que refleja el ímpetu ante la vida que solo con mundología se puede obtener. Sabiduría. Sagesse.  Porque hoy sé lo que quiero y lo que no quiero; lo que me importa, me importa mucho, y lo que no, me importa cero. Porque me miro al espejo y no veo una vieja cuarentona, ¡veo a una “cabra juiciosa”!


También pienso en todas aquellas mujeres que han “sobrevivido” cuatro décadas: a condiciones sociales, familiares, económicas… muy vulnerables y precarias, que cada día suben una cuesta logrando superarla o, al menos, sobrellevarla. También pienso en aquellas que conviven con una enfermedad, debiendo soportar dolores físicos que además les ocasionan profundas angustias, y pese a ello se hacen cargo de otros seres. A ello se suma la incertidumbre de no saber cómo se sentirán al día siguiente, y si tendrán la fuerza para montar el empinado camino otra vez. La aceptación de estas dolencias y el lidiar con estos baches las hace ser ganadoras de batallas, de guerras, forjándoles el carácter y el vigor de luchadoras. En su mirada se imprimen todas las victorias, derrotas, y sus cicatrices. A todas ellas, sobre todo, les dedico este elogio.


A pesar de que todo este año he mencionado, con un poco de resignación, que paso a ser cuarentona y que no lo puedo creer, hoy lo digo con honra, orgullo, y la cabeza en alto. ¿Que por qué no lo puedo creer? Porque se me hace difícil aceptar que no hay plazo que no se cumpla (ni deuda que no se pague, dice el refrán). Porque siempre he tenido temor de envejecer, más por un estereotipo social de juventud impuesto, que por alguna causa real y con sentido. No obstante, más increíble me parece, o tal a los que me vieron nacer, que siga aquí cuatro décadas después de haber resistido a una malformación al corazón, en que poco y nada se sabía de la sobrevivida de estos niños en aquel entonces, y menos aún de su futuro. Al igual que mis pares cardiópatas congénitos, siento que estoy desafiando la estadística.


At the end of the day, me gusta la canción aludida no porque describa a la señora cuadragenaria, sino que enaltece las características del camino recorrido, por sobre el de la época moza, tan sobrevalorado. Me gusta cómo es posible apreciar a la mujer madura, situándola en el podio, subrayando su atracción al lado de la de una joven. Poner de relieve el punto de inflexión de la vida (considerando que la esperanza de vida bordea los 80 años) y cómo esto se vuelve altamente atractivo, más que los quince, veinte, o treinta. Pericia y atracción, y no las características negativas asociadas al envejecimiento. No solo a mis coetarias, también a las décadas que vienen: todo mi respeto y admiración a las cincuentonas, sesentonas, setentonas, y más. A todas las que, “con sus pisadas de fuego al andar, dejan huella por donde caminan, que las hacen dueñas de cualquier lugar[4]. Eso es lo que, desde los diez años ha ido cobrando significado para mí, y espero les haga eco a otras mujeres que puedan sentirse abatidas por la edad.


A veces pienso que me hubiera gustado empezar a realizar ciertas actividades hace más tiempo, como la práctica del pole dance, pero luego me respondo que no hubiera tenido el coraje para no desistir y ni para tolerar la frustración, como sí lo tengo hoy. Entonces, pese a que “mi figura ya no es la de los quince[5] – aunque prefiero la de hoy – cada día me levanto, y me pongo de pie al interior de mí misma. Me subo a los tacos, aprieto el abdomen para esconder lo restante, me acomodo las canas – no para ocultarlas sino para lucirlas – y salgo al mundo con pasos pesados, a marcar una impronta sellada con la tenacidad de una mujer de cuatro décadas.




[1] Muchacho, chiquillo. RAE 2023. (Término comúnmente usado en Chile).

[2,3,4,5] R. Arjona, Señora de las cuatro décadas, 1994.



23 de noviembre 2023

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